Mediado junio, el Quirce comenzó a sacar el rebaño de merinas cada tarde, y, al ponerse el sol, se le oía tocar la armónica delicadamente de la parte de la sierra, mientras su hermano Rogelio, no paraba, el hombre, con el jeep arriba, con el tractor abajo, siempre de acá para allá, este carburador ratea, no vuelve el pedal del embrague, esas cosas, y el señorito Iván, como sin darlo importancia, cada vez que visitaba el cortijo, observaba a los dos, al Quirce y al Rogelio, llamaba al Crespo a un aparte y le decía confidencialmente, Crespo, no me dejes de la mano a esos muchachos, Paco, el Bajo, ya va para viejo y yo no puedo quedarme sin secretario, pero ni el Quirce ni el Rogelio sacaban el prodigioso olfato de su padre, que su padre, el Paco, era un caso de estudio, ¡Dios mío!, desde chiquilín, que no es un decir, le soltaban una perdiz aliquebrada en el monte y él se ponía a cuatro patas y seguía el rastro con su chata nariz pegada al suelo sin una vacilación, como un braco, y andando el tiempo, llegó a distinguir las pistas viejas de las recientes, el rastro del macho del de la hembra, que el señorito Iván se hacía de cruces, entrecerraba sus ojos verdes y le preguntaba, pero ¿a qué diablos huele la caza, Paco, maricón? y Paco, el Bajo, ¿de veras no la huele usted, señorito? y el señorito Iván, si la oliera no te lo preguntaría, y Paco, el Bajo, ¡qué cosas se tiene el señorito Iván!