«Pacita tenía los ojos verdes, siempre abiertos, y labios de india, como los míos, que cerraba rozándolos apenas, entre las comisuras el hueco suficiente para franquear el paso a un delgado hilo de baba blanca que se escurría despacio, estancándose a veces al borde de la barbilla. Era una criatura abrumadoramente hermosa, la más guapa de las hijas de mi abuela, el cabello espeso, castaño y ondulado, una nariz difícil, perfecta en cada perfil, el cuello largo, lujoso, y una línea impecable, de arrogante belleza, uniendo la rígida elegancia de la mandíbula con la tensa blandura de un escote color caramelo, al que aquellos grotescos vestidos de mujer consciente de su cuerpo que ella nunca eligió otorgaban una fabulosa y cruel relevancia. Nunca la vi de pie, pero sus piernas ágiles, compactas, la robustez que matizaba el brillo de unas medias de nailon que jamás se vieron expuestas a sufrir herida alguna, no merecían el destino al que las abocó para siempre el implacable síndrome de nombre anglosajón que paralizó su desarrollo neuronal cuando aún no había aprendido a mantener la cabeza erguida. Desde entonces, nada había cambiado, y nada cambiaría jamás, para aquel eterno bebé de tres meses. Pacita ya había cumplido veinticuatro años, pero sólo su padre la llamaba Paz.»

(Esta es última publicación del juego, para participar enviadnos un correo con las averiguaciones que hayáis reconocido a cultura@socialistasdetorrejon.com hasta el 10 de mayo)

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